Plots
Elogio del fragmento (y del rebusque)
A propósito de Luis Roldán
No cambia. Sonriendo, una vez más, Luis Roldán nos ha vuelto a embaucar. Y aunque ahora nos presenta nuevas y cada vez más sofisticadas triquiñuelas —ya tiene setenta, y sabe demasiado—, por mucho menos, hace más de dos mil años, Platón echó a los poetas y a los artistas de la polis y nunca más los dejó regresar.
Y es que a Platón le jodía en el alma que los artistas siempre se salieran con la suya: como apelaban a nuestros más bajos instintos, uno terminaba inexorablemente seducido y luego más perdido que nunca, porque en lugar de acercarse a la verdad quedaba más lejos de ella. Y ya sea por ser artista o por ser caleño, Roldán es un seductor nato, capaz de crear, como los palabreros de la Plaza Caicedo —que con dos giros de frase atrapan a cualquiera y erigen un espectáculo en el aire—, una fantasmagoría de la nada.
Por ello, como descubrirá el visitante al recorrer Plots, lo suyo es el simulacro puro y duro, que se sostiene no solo en la obra física, sino también en la delicada coreografía del espacio expositivo—esa es su cancha y allí juega de local. Por ello, con apenas una silla y unas rejas metálicas recogidas en la calle de Bogotá —Intriga (2025)— o con ruedas metálicas y pedazos de madera —Sobresaltos (2025)— entre otros cachivaches, Roldán conduce tu mirada por aquí y por allá, y en medio de ese trayecto para su pelota, la amarra, para volver a cambiar de ritmo y desconcertarte. Ni el Pitufo de Ávila en sus mejores momentos.
A decir verdad, cada obra de Roldán es un pequeño desconcierto. Deténganse en sus pinturas. Si, esas pinturitas chiquitas que hay por allí, y noten la perplejidad que producen porque cada una de ellas transita constantemente entre lo figurativo y lo abstracto. Nunca se instala del todo en ninguno de los dos territorios: cuando creemos reconocer una forma, esta se disuelve en gesto; cuando nos dejamos llevar por el puro placer de la superficie abstracta, aparece de pronto una insinuación de figura, un fragmento de mundo. La imagen oscila, como si nos dijera que toda representación es inestable, que todo signo está siempre en tránsito.
Ese vaivén no es un simple recurso formal, sino un principio estético, una poética en toda la extensión de la palabra porque en la obra de Roldán, en toda obra de Roldan, la forma nunca es inocente: está ahí para insinuar y a la vez negar. Un trazo puede parecer el contorno de un rostro, pero de inmediato se deshace en manchas, líneas, texturas que lo alejan de cualquier anclaje figurativo. Una composición puede sugerir paisaje, arquitectura o escritura, pero en el mismo gesto desbarata esas posibilidades. La ambigüedad no se resuelve: se cultiva. En este sentido, podría decirse que Roldán se inscribe en una tradición que entiende la pintura —y, por extensión, el objeto plástico— como un campo de incertidumbre. Si Kandinsky buscaba liberar la forma de la servidumbre de la representación, y si Paul Klee aspiraba a “hacer visible lo invisible”, Roldán va un paso más allá: muestra cómo, en la oscilación entre lo reconocible y lo indescifrable, se esconde el verdadero poder de la imagen. No importa la fidelidad al mundo ni la ruptura absoluta con él, sino la tensión que se produce en el borde, en la promesa incumplida de sentido.
Pero si esa es su poética, esta se complementa con su retórica plástica y visual que despliega, lúdicamente, a lo largo de cada una de sus exhibiciones, y que refuerza la paradoja epistemológica anima y plantea en cada una de las obras: lo incompleto resulta no solo más revelador sino más enigmático que lo concluido. Por ello, en su despliegue sobre el espacio expositivo queda claro que las certezas nunca se consolidan; siempre falta una pieza, siempre aparece un pliegue que fractura la interpretación. Y, sin embargo, esa falta no genera frustración sino plenitud. Como si en esa discontinuidad, en esa grieta e interrupción fuera donde reside el sentido final de la obra.
De ahí la rara satisfacción que producen sus obras. El espectador entra confiado, creyendo reconocer algo familiar, pues lo que ve, medio lo reconoce, pues muchos de esos objetos han sido hallados en el “rebusque,” y de pronto se encuentra en un terreno inestable, sin referentes seguros. Pero ese desconcierto no angustia: al contrario, se vive como un regalo. La incertidumbre se vuelve un espacio de libertad, un lugar donde mirar no es recibir información sino la invitación a participar de un juego.
El arte de Roldán no comunica mensajes cerrados, sino que activa, mediante el uso estratégico del fragmento, la imaginación, el recuerdo y el deseo de completar lo incompleto. En su obra hay, sí, algo de carroñero, pero mucho más de Rumpelstiltskin, pues es capaz de hilar oro con paja. No se trata de un reciclaje lineal, sino de un proceso de apropiación transformativa. Su capacidad para convertir un fragmento encontrado en la calle en signo es, quizá, la marca más clara no solo de su pertenencia, sino de su militancia en estas latitudes tórridas y en sus vicisitudes más álgidas. En el país y en la lógica del rebusque se suele pensar que “el que encuentra es rey”. Nada más falso, porque encontrar no significa simplemente hallar, sino transformar: rebuscar es reinterpretar lo encontrado, buscarle una nueva utilidad, modificarlo levemente para abrirlo a otros usos. Así, Roldán convierte lo desechado en promesa, lo trivial en hallazgo, lo precario en signo, acercándose tanto a la picaresca histórica —del Lazarillo de Tormes y otros pícaros— como a los gestos más recientes de artistas como Robert Rauschenberg, Jimmie Durham o Abraham Cruzvillegas, quienes también han explorado lo precario no solo como principio estético, sino como ética de trabajo y de vida.
Eso es vivir por estos lares o al menos eso es ganarse la vida (dixit), como lo hace Roldán, haciendo un todo (en el espacio expositivo) a partir de casi nada Esa frontera nebulosa, donde el desecho se mezcla con la ilusión, es su provincia más fértil. Por ello, su arte nos lleva a apreciar lo que es vivir a la intemperie de los signos y significados estables, y con ingenio, tensar y trenzar oro con aquello que parece sobrante. No se deja atrapar ni por el rigor conceptual de la abstracción pura ni por la comodidad del reconocimiento f igurativo. Su obra, siempre en fuga, insiste en la experiencia misma de mirar: ver y no ver, entender y no entender, avanzar y quedarse suspendido. Y en esa oscilación, quizá, radica su lección más profunda: el arte no está para confirmar certezas, sino para recordarnos que incluso en medio de la ambigüedad podemos sentirnos extrañamente satisfechos.
Por ello, el título de la muestra no es un signo vacío, sino una señal cuidadosamente elaborada: el primer “fragmento” que debemos reinterpretar —o traducir— para un nuevo uso. Esa traducción, de hecho, ya sugiere múltiples sentidos que en Bogotá parecen variar de cuadra en cuadra. En ciertos talleres del Ricaurte —ese templo de la tinta y del hot-stamping al sur de la ciudad— Plots remite al verbo “plotear”, es decir, imprimir diagramas en planos: mostrar una trama sobre el papel. Pero más al norte, en la ciudad letrada, Plots se entiende como argumento, relato, urdimbre de una historia. Y es precisamente eso lo que Roldán nos ofrece: una trama visual, abierta y en permanente reinterpretación. Por eso, atendiendo a su invitación, yo propongo la mía: Plots también puede traducirse como “parcela”. Solo que, cuando llego a esa lectura después de ver la muestra, el parcero Roldán ya anda lejos, de vuelta en la calle y a la intemperie, urdiendo otros nuevos territorios a partir de historias, con la única certeza de saber que hemos caído redondos en este, su último engaño, por lo que él, como siempre, se está cagando de la risa.
José Luis Falconi
Boston, septiembre 2025
Fecha de apertura: Jueves 18 de septiembre, 2025
Fecha de cierre: Sábado 1 de noviembre, 2025